La Campaña de Lavalle en Buenos Aires
Agosto - Septiembre de 1840
 

Lavalle partiendo desde Montevideo hacia la Isla Martín Garcia, 2 de Julio 1839

 

     El audaz movimiento del general Lavalle al invadir territorio bonaerense, supuso una desagradable sorpresa para Rosas, pero por una serie de circunstancias las operaciones unitarias terminaron en una inevitable retirada.

 

I

 

     Luego de haber librado las grandes batallas de Don Cristóbal (10 de abril de 1840) y Sauce Grande (16 de junio de 1840), Lavalle había resuelto abandonar el territorio de Entre Ríos e invadir la provincia de Buenos Aires para dirigirse al corazón del poder de Rosas.

     Después de dejar su campamento de Sauce Grande, sin que Echagüe diese señales de estar dispuesto a intentar molestarlo en su retirada, Lavalle se encaminó hacia el puerto de Diamante, donde estaban las embarcaciones de la flota francesa y, valiéndose de éstas, condujo sus tropas hacia la isla de Coronda, de la que logró posesionarse sin contratiempos el 20 de julio de 1840.

     Desde entonces, y por espacio de varios días, el jefe unitario permaneció en la isla, situada a menos de diez leguas (un poco mas de 40 km) de la ciudad de Santa fe, con el fin de hacerle creer al enemigo que aquella ciudad iba a convertirse en su objetivo más inmediato, lo que, en verdad, estaba muy lejos de su pensamiento.

    Animado siempre por la idea de confundir a Rosas sobre sus verdaderos propósitos, y especialmente para quitarle la idea de que estuviese dispuesto a marchar hacia la provincia de Buenos Aires, Lavalle llegó a formar toda su caballería, unos mil hombres bien montados, con caballos recientemente requisados, y a solicitar que el comandante de la flota francesa realizase movimientos encaminados a dar la misma sensación. Es decir, la sensación de que Lavalle se proponía abandonar la isla, para reanudar sus campañas militares en tierra firme.

     Todo esto duró el tiempo necesario para que Echagüe, después de informar a Rosas, reorganizase sus fuerzas para librar nuevos combates con Lavalle, quien sólo entonces, embarcó definitivamente las tropas de su mando en la flota francesa, la cual comenzó a navegar rumbo a las costas de la provincia de Buenos Aires.

     Para entonces, el comandante Lacasa, anteriormente comisionado para que tomase contacto con los unitarios de la campaña bonaerense, había vuelto al ejército, informando al general Lavalle que, en las inmediaciones del puerto de Baradero, dos hacendados unitarios, los estancieros Castex y San Martín, le tenían preparadas las caballadas necesarias para que montase a toda su tropa.

     A pesar de la certeza que el comandante Lacasa le daba sobre la existencia de suficiente cantidad de caballos en las inmediaciones de Baradero, el general Lavalle, antes de abandonar la isla de Coronda, dispuso que lo precediera una goleta de poco tonelaje, en que hizo embarcar ciento cincuenta hombres al mando del coronel Camelino, quien llevaba como sus principales ayudantes al hacendado José Iraola, al coronel Pelliza, al comerciante Gregorio Guerrico y al mismo comandante Lacasa, que había viajado antes.

     El objeto de esta fuerza militar consistía en desembarcar sigilosamente, por una parte para buscar el mejor punto para que fondease la flota que conducía el grueso de las tropas, y por otra parte para coordinar la forma en que habrían de ser reunidos los centenares de caballos que se habían comprometido a entregar los hacendados Castex y San Martín.

     La goleta que conducía a la vanguardia del general Lavalle realizó el viaje sin novedad, desembarcando la tropa, en igual forma, sobre ambas márgenes de la desembocadura del arroyo Cabrera.

      Con esta operación, registrada el 2 de agosto de 1840, tuvo comienzo, prácticamente, la invasión de la provincia de Buenos aires por el ejército de Lavalle.

     El éxito de esa vanguardia fue tan grande que, habiendo terminado de desembarcar a la media noche del mencionado 2 de agosto, a las dos de la tarde del día siguiente ya había logrado reunir más de dos mil caballos, lo que equivalía, no sólo a que el Ejército Libertador contaba ya con los caballos necesarios para montar a la mayor parte de su gente, sino también a que Rosas tropezaría con grandes dificultades para obtener los que les serían necesarios para su propio ejército.

     Todo estaba previsto para que, montando el grueso de las fuerzas de Lavalle tan pronto como desembarcase en el arroyo Cabrera, veinticuatro horas después, disponiendo de la buena caballada que lo esperaba, se encontrase sobre la propia ciudad de Buenos ares.

     Ocurrió, empero, que Lavalle no pudo desembarcar en Cabrera, sino que se vio obligado a realizarlo en San Pedro, lejos del lugar donde lo esperaban las caballadas. Y ocurrió algo aún más grave, puesto que, en el momento de producirse el desembarco – 5 de agosto -, ya estaba allí, en las inmediaciones del puerto de San Pedro, con su ejército listo para entrar en campaña, el general Pacheco, principal lugarteniente militar de Rosas en la Provincia de Buenos Aires. Además, para que todo contribuyese a obligar la introducción de grandes cambios en el plan preparado, los caballos que Lavalle debía recoger en arroyo Cabrera, al desembarcar, debieron ser conducidos hacia San Pedro, con escala en la isla de los Jesuitas.

     A pesar de todo, tan pronto como pudo disponer de caballos para sus tropas, Lavalle se colocó al frente de una columna de ochocientos hombres, para dirigirse hacia el arroyo del Tala, no para buscar al enemigo, sino para tratar de reunir el resto de la caballada que le hacía falta.

     La campaña, por lo tanto, se iniciaba en forma irregular, debido al desencuentro del general Lavalle con su vanguardia, y al hecho de que, habiéndose hallado con gran parte de su tropa a pie, en las inmediaciones de San Pedro, había tendido que iniciar aquella marcha rumbo al arroyo del Tala para reunir la caballada que necesitaba, tarea en la que vería transcurrir toda la noche.

     Además, había otras circunstancias que comenzaban a manifestarse en forma adversa para los unitarios. En primer lugar, la actitud de los franceses que operaban en el Río de la Plata, pues habiéndose producido un cambio notable en la política exterior del gobierno de aquel país, la acción encaminada a doblegar a Rosas se interpretaba, en ciertos círculos, como un ataque contra la soberanía de la Argentina. La situación había llegado a plantearse en el propio comando de la flota francesa, cuyo jefe, una vez embarcados los efectivos militares de Lavalle en Entre Ríos, había pretendido llevarlo a la isla de Martín García y no a las costas de la provincia de Buenos aires. Ciertamente, el cónsul francés destacado en el Río de la Plata aún trataba de apoyar en todo a la Comisión Argentina que actuaba en Montevideo, pero su poder no era lo suficientemente decisivo cuando se trataba de la flota.

     Tales eran las condiciones que prevalecían cuando la Legión Libertadora pisó el suelo de la Provincia de Buenos Ares para encontrarse con que, a pesar de todas las medidas tomadas, la tropa carecía de los caballos necesarios para marchar rumbo a la ciudad de Buenos Aires.

     Algo, empero, se manifestaba a favor de Lavalle: el convencimiento que parecía tener Rosas de que una invasión unitaria a la provincia de su mando era imposible, después de la forma en que los efectivos unitarios acababan de ser diezmado en Entre Ríos. Además, aunque hubiese cambiado de parecer a último momento, nada podía hacer, pues el desembarco del ejército de Lavalle debía darse por hecho en el momento mismo en que lo intentara, dada la protección que iban a prestarle los cañones de la flota francesa.

     En estas condiciones, cuando el gobernador de Buenos Aires tuvo la certeza del desembarco se había producido, combinó con el general Pacheco, a cuyo cargo estaban las fuerzas federales del distrito invadido, que la primera medida a tomar no podía ser otra que la de observar los movimientos de los invasores, para proceder de acuerdo con lo que aconsejaran las circunstancias.

     Entre tanto, durante la marcha realizada, Lavalle había logrado reunir numerosa y buena caballada, con la que amaneció en el Tala, en momentos en que el general Pacheco, atento a los movimientos de aquél, lanzaba sus escuadrones sobre la columna unitaria, no para formalizar un combate, sino para procurar dispersar sus caballadas e impedirle que continuara lo que parecía ser una marcha triunfal rumbo a Buenos Aires.

     Pacheco, aprovechando las sombras de las últimas horas de la noche, logró lo que se proponía, esto es, desconcertar a Lavalle, y asustarle las caballadas, que huyeron hacia el interior de las llanuras bonaerenses. Éste es un hecho tan cierto, que quien empieza por admitirlo así, y por reconocer que luego que se retira a San Pedro para buscar nuevas caballadas, es el propio Lavalle. Primeramente escribió a su Cuartel General, después de la escaramuza del Tala, diciendo que “por desgracia las caballadas se asustaron con el ruido de la acción, y se dispersaron todas, no habiendo podido reunirse por lo ocurrido”. Y algunos días más tarde, ya alejado del Tala, volvía a escribir, desde San Pedro: “Ahora me ocupo exclusivamente de reunir caballadas, para montar todo el resto de la caballería del ejército, y marchar sobre la capital.”

     Los cuatros días que Lavalle permaneció detenido en San pedro, no tuvieron por causa sus vacilaciones. Él se vio obligado a permanecer allí a la espera de que su gente reunieses los caballos que le hacían falta. Pero, por esa o por aquella causa, los cuatro días hacían falta. El impulso inicial de Lavalle, le proporcionaba a Rosas un desahogo que aprovecharía para movilizar las reservas de su provincia.

Los historiadores están casi totalmente de acuerdo respecto de que lo que salva a Rosas es la demora de Lavalle en San Pedro. Ernesto Quesada dice:

“El único factor a favor de Lavalle era la sorpresa: si Pacheco no lo detiene el 6, y dispersa sus caballadas, cae el 7 y 8 sobre la ciudad y en el desconcierto del primer momento, seguramente habría triunfado.”

 

     Además, hubo otros factores que, debiendo actuar a favor de Lavalle, terminaron por manifestarse en su contra. Así, por ejemplo, los federales al servicio de Rosas que habían ofrecido plegarse al ejército invasor, vacilaron en el primer momento y luego, salvo contadas excepciones, olvidaron el compromiso contraído.

     El 10 de agosto, cuando Lavalle salió de San Pedro, dejando esta plaza al mando del comandante Camelino, tenía la certeza de que la Legión Méndez, enviada contra la plaza de San Nicolás de los Arroyos, sometería fácilmente a la guarnición de esta plaza, para incorporaría a sus fuerzas. Pero tampoco ocurrió así, pues si bien uno de los jefes de ella, el comandante Borda, se le plegó incorporando cincuenta, el jefe principal, coronel Garretón, se manifestó dispuesto a enfrentarlo, y lo obligó a volver sobre sus pasos.

     Entre tanto, Lavalle avanzaba al frente del grueso de la Legión Libertadora, sin tener informaciones ciertas sobre la actitud que asumían las poblaciones bonaerenses del interior. Ciertamente, no parecía muy seguro de que los federales no hubiesen organizado milicias para ofrecer resistencia, pues se hizo preceder por dos avanzadas: una sobre Arrecifes, al mando del comandante Sotelo; y otra hacia Pergamino, encabezada por el comandante Benavente. Ninguna de ellas tuvo inconvenientes y, por el contrario, mientras la primera logró incorporar una fuerza de 250 hombres, el contingente logrado por la segunda pasó de los 250.

     El 13 de agosto, cuando Lavalle acampó en las inmediaciones de Arrecifes, aquellos contingentes se habían sumado a los suyos, y al siguiente día lo hizo la legión Méndez, que no había logrado someter a la guarnición militar de San Nicolás de los Arroyos.

     Fue en este campamento de las inmediaciones de Arrecifes donde el general Lavalle, procedió a la reorganización de su ejército, que, entre jefes, oficiales y tropa, se aproximaba a los 3.000 hombres, estando distribuidos los efectivos en la siguiente forma: División Vega, 4 escuadrones con 500 hombres; Legión Méndez, 2 escuadrones con 300 hombres; legión Ávalos, 4 escuadrones con 400; Legión Rico, 2 escuadrones con 300; Legión Ocampo, 2 escuadrones con 350; Legión Noguera, 2 escuadrones, con 400; Legión Mayo, un escuadrón con 80 hombres; Batallón Salvadores, 300 infantes, 60 artilleros con 2 cañones y 2 obuses.

     La totalidad de estas fuerzas fue dividida por el general Lavalle en dos cuerpos, tomando él la conducción directa del primero, que comprendía la División Vega y las Legiones Ávalos, Ocampo, Rico y Noguera; el otro cuerpo de ejército colocado al mando del coronel Vilela, comprendía el Batallón Salvadores, las legiones Méndez, Mayo, y dos partidas al mando de los comandantes Benavente y Sotelo.

     Distribuidas así sus fuerzas, el general Lavalle se dirigió hacia San Antonio de Areco con las que llevaba a su mando mientras disponía que las del coronel Vilela se dirigiesen hacia el fortín de Areco.

     A esa altura de los acontecimientos, las dificultades, lejos de disminuir, aumentaban para Lavalle, que tenía que alimentar a sus tropas con lo que iba requisando, y al propio tiempo enviar provisiones para los efectivos militares y familias de los legionarios que habían quedado en el puerto de San Pedro. Al parecer los barcos de la flota francesa de nada proveían al destacamento militar de aquel lugar, ni a las familias que seguían al ejército desde el comienzo de la campaña.

     Cuando se puso en marcha, Lavalle no tenía, aparentemente, ningún enemigo a la visa. Pero la realidad era otra, porque el general Pacheco, militar veterano y de carrera, estaba cerca de él, y lo hacía espiar, ubicado sobre su flanco y su retaguardia, desde donde desprendía partidas para que lo hostilizaran.

     El 23 de agosto, unos 600 jinetes a órdenes del coronel Vega adelantado por Lavalle alcanzan a una agrupación federal, de 700 a 800 hombres al mando del comandante Lorea, a la que derrotan casi sin combatir y persiguen hasta Lobos, donde aquellos se incorporan a fuerzas federales del coronel Vicente González. Vega regresa a la guardia de Luján.

     Entre tanto, el plan de Lavalle parecía haber cambiado por completo, pues ya no trataba de avanzar directamente sobre la ciudad Capital, sino de insurreccionar la provincia entera, lo que lo obligó a fraccionar los efectivos de que disponía. Supuso posiblemente, que Rosas no tenia plan alguno, y que las acciones de guerrilla que venía realizando Pacheco sobre su flanco izquierdo y retaguardia, eran meros golpes aconsejados por la desesperación y la impotencia. La verdad, empero, era otra. Pacheco tenía un plan vasto y orgánico que, con la autorización de Rosas, estaba tratando de poner en práctica. Dicho plan se basaba fundamentalmente, en contar con la colaboración de Juan Pablo López, gobernador de Santa Fe, quien le había pedido avanzar por la costa del Paraná a fin de presionar a los unitarios sobre la retaguardia, y en comenzar a concentrar todas las milicias de la campaña sobre Santos Lugares, para defender a la ciudad de Buenos aires contra un eventual ataque unitario.

     Este plan de los federales comenzó a cumplirse en forma bastante regular, pues mientras el gobernador de Santa Fe, reunía fuerzas para ponerse en marcha hacía San Nicolás, Rosas comenzaba a concentrar sus tropas en Santo Lugares.

Desembarco de Lavalle en San Pedro, 1839

II

     En el momento que Lavalle se disponía a marchar sobre Buenos Aires, Juan Pablo López, gobernador de Santa Fe llegaba a las proximidades del río Arrecifes con las milicias santafesinas. Y precisamente para librarse de esta amenaza, el jefe unitario volvió sobre sus pasos, no precisamente con la resolución de abandonar la campaña en la provincia de Buenos aires, sino para batir al gobernador de Santa Fe, y retornar a la empresa en que estaba.

     La retirada formal rumbo a Santa Fe habría de ser consecuencia de circunstancias especiales, que fueron presentándose cuando Juan Pablo López, en lugar de oponer sus tropas a las que Lavalle movilizaba contra él, comenzó a retirarse con el evidente propósito de que el jefe de la Legión libertadora tuviese que seguirlo, alejándolo así del territorio de la provincia de Buenos Aires.

     La retirada del general Lavalle comenzó a convertirse en inevitable desde el mismo momento en que un nuevo ejército, el santafesino, se hizo presente sobre su retaguardia, para participar de una lucha en la que aquél no lo había contado. Por otra parte, la reacción que se esperaba de parte de los unitarios aún radicados en la ciudad de Buenos Aires, había sido totalmente neutralizada por la gente de Rosas.

     Evidentemente, nadie estaba dispuesto a salir a la calle a jugar su suerte junto a Lavalle, cuando éste llegase, como se lo habían hecho creer los unitarios de la Comisión Argentina de Montevideo. Pero, además, al margen de la aparente indiferencia ciudadana, Rosas, que tenía todas sus tropas en Santos Lugares o en los puntos más importantes de la campaña, también había preparado a la ciudad para que estuviese en condiciones de realizar su propia defensa, especialmente en el caso de que fuese atacada por una tropa de desembarco – calculada en tres mil hombres – que sería transportada en los buques de la flota francesa.

     La defensa de la ciudad estaba a cargo del general Mansilla, jefe de la plaza, quien disponía de tres divisiones al mando de los generales Soler, Guido y Ruiz Huidobro. Se había resuelto concentrar la defensa de la capital en un perímetro de dos cuadras de la plaza de la Victoria, respaldado por el río, y con barricadas de carros y fardos defendidas por una zanja. El Fuerte sería el punto de concentración para el parque, maestranza y proveeduría.

     Entre tanto, Lavalle, situado en Luján sin saber que hacer, por el creciente poderío del enemigo que lo rodeaba y la amenaza potencial del ejército santafesino, esperaba a los tres mil infantes franceses prometidos, única posibilidad de equilibrar su capacidad combativa con Rosas. Ayuda que no se materializaría.

     Otra de las razones de la inevitable retirada, se encontraba en la que surgió con la parte de su plan que tenía prevista una acción para sublevar el sur de la provincia de Buenos Aires, a cuyo efecto dos delegados suyos – Valdez y Villalba – avanzaron con una partida para tomar contacto con los tripulantes de un buque con elementos indispensables que él había pedido a la Comisión de Montevideo.

     Tras seis días de navegación, la goleta Julia llegó a la costa argentina, donde se le informó a su capitán, comandante Somellera, que Prudencio Rosas estaba en Chascomús con una fuerza de 1.600 hombres, y que muchos jefes y oficiales esperaba la oportunidad para pasarse al ejército de Lavalle, de quien se le dijo que se hallaba frente a las fueras de Rosas en Santos Lugares. Luego de varios días dos fugitivos unitarios que habían estado en el campamento de Lavalle, le informaron que el jefe de la fuerza invasora había contramarchado de Morón a San Pedro.

     Mientras tanto Lavalle continuaba enviando columnas para informarse de las fuerzas enemigas. El 3 de septiembre, en el paraje Cañada de Paja (nacientes del arroyo Morales, 5 km al Sudoeste de la actual estación ferroviaria Marcos Paz). Unos 400 soldados unitarios de caballería que marchaban adelantados atacaron a una columna federal de 200 jinetes, la que se retiró a poco de iniciarse la acción, siendo perseguida por espacio de 20 km.

     Durante la noche del 4 de septiembre de 1840, al ponerse en movimiento las fuerzas de Lavalle sin que se tuviese noción de cuál podía ser su punto de destino, Rosas supuso que comenzaba el ataque contra Buenos Aires y se aprestó para la defensa. Aquella marcha, empero, sólo era uno de los tantos movimientos que, en esos días, Lavalle mandaba realizar en una dirección y luego combaba por otra con el objeto de desorientar a los exploradores que rodeaban el campamento unitario.

     Tan grande fue la expectativa despertada por la actividad de Lavalle, que hasta los mismos franceses, ya en avanzadas tratativas con Rosas, las interrumpieron momentáneamente a la espera del curso que pudiesen tomar los acontecimientos. Pero ya entonces la determinación de Lavalle parecía estar tomada. Y no podía ser de otro modo, pues la retirada de aquel ejército, debilitado y sin elementos, se había convertido en algo inevitable.

     La situación era entonces crítica, ya que todos los movimientos de las fuerzas federales convergían sobre el ejército unitario. Tal era la situación, cuando el general Lavalle, que al recibir las primeras noticias sobre el avance de las fuerzas de Juan Pablo López, había resuelto marchar contra él, vencerlo y retornar hacia Buenos Aires, rectificó parte de este plan, par volver sobre su retaguardia a fin de batir a López o a Oribe, para llegar al Paraná, donde podría restablecer sus comunicaciones con los franceses que lo esperaban, y con los unitarios de Montevideo.

    Lavalle levanto su campamento de Merlo el 6 de septiembre, con él llevaba no solo soldados – dice Vicente Fidel López – sino padres de familia, con mujeres e hijos, en aquel laberinto que se llamaba ejército. Mas de 5.000 hombres, carretas, bagajes, 20.000 caballos, iban en columna.

     Una nueva campaña empezaba en tierras santafecinas, por lo que la guerra y sus males asolarían el suelo argentino por varios años mas.

 
 
Fuentes:
 
Newton, Lily Sosa de. LAVALLE. Editorial Plus Ultra. Bs. As. 1967
Saldías, Adolfo. Historia de la Confederación Argentina. Tomo II . Buenos Aires.
López, Vicente Fidel. Historia de la República Argentina. Tomo VI. Buenos Aires
Zinny, José Antonio, Historia de los gobernadores de las Provincias Argentinas, Ed, Hyspamérica, 1987
 

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